miércoles

Romper una canción - Benjamín Prado y Joaquín Sabina.

Las canciones de Joaquín Sabina son como una autobiografía. Nunca tuvo pudor ni vergüenza para contar en ellas, para suerte de los que lo seguimos, lo más íntimo. Canta en sus letras lo que le relataría otro mortal al psiquiatra. Asomarse a uno de sus discos era como abrir las páginas del HOLA y enterarte de las peripecias de Belén Esteban, solo que contadas con arte, mucho arte. Cuando nombraron al abuelo de sus hijas director de RTVE tuvimos miedo de que le montase un programa de cotilleo dedicado a sus vísceras en exclusiva.


Todo esto hasta hoy. Ya no hay peligro. Resulta que se le ha acabado la inspiración. Vive, dice, una especie de “felicidad doméstica” con su chica, lo que está muy bien, pero esa situación es del todo improductiva, cuenta, en lo que a componer buenas canciones se refiere. Sabina entonces se entera que su gran amigo el poeta Benjamín Prado (Madrid, 1961) sufre de amores, lo ha abandonado la que llaman la Virgen de la Amargura y le propone marcharse los dos a un hotel en Praga (Chequia) a escribir canciones contra ella, la malvada abandonadora. De esos días y de la colaboración del grupo Pereza, Pancho Varona y Antonio de Diego (los músicos de siempre de Sabina) sale el maravilloso disco que se acaba de publicar llamado Vinagre y Rosas. Benjamín Prado ha puesto por escrito lo que fue la experiencia y lo cuenta en el libro Romper una canción editado hace unos días por AGUILAR.


El Kempinski Hybernská es un hotel de lujo a la altura de una estrella del rock, de esos en los que los empleados te atienden con una delicadeza de condes ofendidos, sonríen sarcásticamente al oír tu inglés y, por lo general, se las apañan para ser serviles a la vez que te miran por encima del hombro. Un prodigio. Pero, en este caso, había algo especial, que era precisamente la cafetería en la que nos encontramos después de dejar la maleta en la habitación, un local como de otra época, siempre medio vacío y en penumbra, envuelto en una tristeza hospitalaria, al que Joaquín bautizó de inmediato como Hopper´s Bar, porque efectivamente tenía el ambiente de melancolía Terminal de muchos cuadros del pintor Edward Hopper. Allí rompimos nuestra canción una y otra vez hasta que estuvo entera, y empezamos a gastarnos su dinero y a establecer una estrecha amistad con los dos camareros, que a partir del día siguiente ya iban a recibirnos, cada vez que entrábamos en su territorio, con una gran sonrisa y una pregunta retórica: Two doubles, as usual? Solían observarnos desde detrás de la barra, dándose codazos, soltando risitas y manteniéndose atentos a nuestros vasos, para rellenarlos en cuanto se vaciaban, cosa comprensible si tenemos en cuenta que cobraban las copas a tal precio que estoy seguro de que si solo nos hubiéramos bebido la mitad de las que nos bebimos, con la otra mitad podríamos haber comprado el hotel y montar en el sótano nuestra propia destilería. En cuanto a los codazos y las risitas, se debían a que, desde el primer instante en que nos vieron trabajar, estuvieron completamente seguros de que éramos una pareja gay. Pues, claro, ¿y qué iban a pensar? Imagínense que son ellos y que cada noche aparecen en su local dos tipos a quienes no conocen de nada, que se sientan en una mesa, sacan unos papeles y se ponen a discutir en un idioma extraño, hablando tan alto como si uno de ellos en lugar de esta allí estuviese en Polonia. De pronto, parece que se enfadan, uno tacha lo que ha escrito el otro en esos cuadernitos que llevan siempre en la mano, vayan donde vayan, y en los que a menudo hacen extraños dibujitos; otro se levanta, le monta un gesto airado con la mano a su compañero mientras le grita que no, que no y que no, se va y a los dos minutos regresa y vuelve a sentarse. A veces, incluso, da la sensación de que lloran. Y, de repente, gritan como si su barco estuviese entrando en un puerto y eso les hiciera muy felices, se levantan, se abrazan, se besan y hacen un extraño baile, al que llaman tregua y catala, (*) y que consiste primero en levantar los brazos y moverlos con los puños cerrados igual que si levantaran unas pesas invisibles y después menear las caderas…


Joaquín sabina pide a Prado que relate todo lo que están viviendo en Praga:

Es que sería fantástico permitir que la gente viera el motor de las canciones, ¿no? Que se viera todo ese intercambio de golpes, todo el andamiaje.

Pues de todo esto va el libro. Muy divertido, muy recomendable.


(*) tregua y catala es la danza de los famas de Julio Cortazar, según explica Benjamín Prado: “Los famas bailan tregua y catala delante de los cronopios y las esperanzas, que se sienten irritadas y los atacan…” Del cuento Costumbres de los famas incluido en el libro Historias de cronopios y de famas de Julio Cortazar, Punto de lectura 2007.


Leiva, componente del grupo Pereza, llama a Sabina “El Jefe”. Tiene razón.